El Evangelio con las dos lecturas bíblicas de hoy nos ofrece una vez más la oportunidad de entrar en la escuela de Jesús, el divino Maestro. El pasaje evangélico, en realidad, relata un diálogo a la manera “escolástica” habitual en la tradición judeo-rabínica, entre un rabino-líder del grupo (que es Jesús en este caso) y uno de sus interlocutores (que es irónicamente un “doctor de la Ley” judía). Es una conversación muy interesante que debe seguirse con atención, para (re)descubrir la profundidad de la parábola del buen samaritano relatada en esta ocasión, y sobre todo para refrescar algunos puntos fundamentales para nuestra vida de discípulos misioneros de Jesús.

 

1. La inquietud humana por la vida eterna y el don de la Palabra salvadora de Dios

El diálogo “escolástico” comienza con una pregunta fundamental con la que “el maestro de la ley” quiere “poner a prueba a Jesús”: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». A pesar de su posible intención provocadora, sin embargo, la pregunta expresa una profunda y legítima inquietud que circula no sólo en los debates entre rabinos o, en general, entre los judíos de la época de Jesús, sino también en el corazón de los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Por eso, ante esta legítima “consulta”, Jesús, con su habitual magnanimidad, vista ya precedentemente ante el rechazo de algunos samaritanos, no se fija en la intención del interlocutor (para no caer en una polémica inútil), sino que entra en el diálogo para hacer brillar en todos, de una vez por todas, la enseñanza auténtica y genuina de Dios. Precisamente en el estilo de las escuelas rabínicas, no dicta inmediatamente una respuesta “preestablecida”, sino que responde con otra pregunta, o mejor dicho con dos: « ¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Se trata de dos preguntas complementarias: la primera se refiere al contenido de la enseñanza de Dios (¿qué?), mientras que la segunda, aún más importante, se refiere a la interpretación personal y a la práctica derivada de ella (¿cómo?).

Más allá del estilo, el comportamiento de Jesús subraya en realidad el punto teológico-espiritual fundamental, como Él mismo declara: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud» (Mt 5,17).

Por lo tanto, toda indagación sobre la vida eterna, la vida siempre con Dios, encontrará sus indicaciones correctas y precisas en la Ley, en la Torahhebrea, es decir, la Enseñanza (en su conjunto), que Dios dio a Israel en el Monte Sinaí. Es precisamente su Palabra revelada para la salvación, que en su riqueza, inmediatez, accesibilidad, es ensalzada y recomendada por el propio Dios a través de Moisés «Porque este precepto que yo te mando hoy no excede tus fuerzas, ni es inalcanzable. El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas» (Dt 30,11.14). La Ley/ Torah es la expresión concreta de la misericordia de Dios para el pueblo en camino, de su Palabra que se ha acercado tanto a cada hombre y mujer para señalar los caminos de la salvación.

 

2. Amar a Dios y al prójimo: la clave de la vida eterna

Teniendo esto en cuenta, cuando el escriba recuerda el doble amor, el de Dios y el del prójimo, recomendado en la Ley como condición y fundamento necesario para la vida eterna, el mismo Jesús responde con autoridad: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». La Palabra de Dios en la Ley encuentra en Jesús – Palabra de Dios encarnada – su confirmación, su interpretación autorizada y su pleno cumplimiento. Así, en la persona de Jesús y su misión en la tierra, la Palabra de Dios se ha hecho aún más cercana, más concreta, más accesible para la vida eterna. En efecto, no está ni en el cielo ni más allá del mar, sino «está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca».

Por lo tanto, a partir de aquí, sabemos con certeza que quien practica el amor a Dios con todo su ser, su corazón, su alma, sus fuerzas, su mente, y el amor al prójimo, tendrá la vida eterna porque, usando las palabras inspiradas del Apóstol San Juan «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1Jn 4,16). Por otra parte, siguiendo la enseñanza de Jesús, el Apóstol San Pablo dirá claramente: «por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,10; cf. Gal 5,14: «Porque toda la ley se cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»). Se puede continuar la frase afirmando que la plenitud del amor es Jesús mismo, porque, como hemos escuchado en la segunda lectura «Él es imagen del Dios invisible» (Col 1,15) e «porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19). El que ama, vive como Él, con Él y en Él.

 

3. «Anda y haz tú lo mismo»: una parábola para una misión que supera cualquier límite

Ante la clara respuesta de Jesús, sorprende la reacción del escriba que pretende “justificarse”. ¿Por qué? (¡¿Tal vez por haber complicado algo tan simple?!). Todo está claro en el doble mandamiento del amor, pero el nudo está en la comprensión del concepto de “prójimo” que en la Ley significa más bien “el paisano (judío)”, el del mismo pueblo o religión hebrea. La aclaración exigida por el doctor de la Ley « ¿Y quién es mi prójimo?» tiene razón de ser y, de hecho, es una ocasión propicia para recibir una enseñanza revolucionaria de Jesús, a través de la hermosa parábola conocida como “del buen samaritano”.

El hombre medio muerto, descrito en la parábola, era probablemente un judío pero ciertamente no un samaritano (¡porque “bajaba de Jerusalén”!). Pero esto no impidió que el transeúnte samaritano se compadeciera de él y atendiera al necesitado que encontró en el camino, superando cualquier división étnica o religiosa existente. Cabe señalar la pregunta final de Jesús: « ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Jesús no trata de resolver el problema, de definir “quién es mi prójimo”, como preguntaba el escriba, sino que muestra el camino para convertirse en prójimo de los necesitados, ¡sin estar condicionado por nada!

En efecto, es curioso ver que el doctor de la Ley en su respuesta se limita a decir: «El que practicó la misericordia con él», casi como si quisiera evitar mencionar al samaritano. Sin embargo, esto es suficiente para que Jesús le recomiende «Anda y haz tú lo mismo», para cumplir el mandamiento del amor al prójimo de una manera genuinamente divina. La perspectiva se vuelve entonces totalmente universal y luego “activa”, precisamente como la de la regla de oro que el propio Jesús enseña a los discípulos como resumen de toda la Ley y los Profetas: «todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos» (Mt 7,12)

Reflexionando sobre la recomendación de Cristo a sus discípulos de ser sus testigos “hasta el confín de la tierra”, el Papa Francisco dice en su Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2022:

Ninguna realidad humana es extraña a la atención de los discípulos de Cristo en su misión. La Iglesia de Cristo era, es y será siempre “en salida” hacia nuevos horizontes geográficos, sociales y existenciales, hacia lugares y situaciones humanas “límites”, para dar testimonio de Cristo y de su amor a todos los hombres y las mujeres de cada pueblo, cultura y condición social.

Y añade en este sentido:

En este sentido, la misión también será siempre missio ad gentes,, como nos ha enseñado el Concilio Vaticano II, porque la Iglesia siempre debe ir más lejos, más allá de sus propios confines, para anunciar el amor de Cristo a todos. A este respecto, quisiera recordar y agradecer a tantos misioneros que han gastado su vida para ir “más allá”, encarnando la caridad de Cristo hacia los numerosos hermanos y hermanas que han encontrado.

“Hacer lo mismo”, como el buen samaritano de la parábola, será precisamente un auténtico seguimiento de Jesús, Palabra y Compasión encarnada de Dios en misión. No es casualidad que en el Evangelio de Lucas, el verbo específico de “tener compasión” ( splangchnizomai), además de repetirse en la parábola del hijo pródigo para subrayar la reacción del padre al ver regresar a su hijo (cf. Lc 15,20), sólo se utiliza para describir el sentimiento del propio Cristo ante el llanto de la viuda de Naín por la pérdida de su único hijo (cf. Lc 7,13). Por eso, la Tradición de la Iglesia ve, con razón, en el buen samaritano la figura de Cristo, que se acerca a cada hombre y a cada mujer para cuidarlos y darles todo de sí mismo para su salvación.

Oremos, pues, para que todos los discípulos de Cristo continúen esta misión de su divino Maestro, especialmente en estos tiempos turbulentos, en los que la Iglesia se ha convertido en un hospital de campaña en el mundo, por utilizar una expresión fuerte del Papa Francisco. María, Madre de Cristo, Madre de Misericordia y Compasión, ruega por nosotros. Amén.