La casa era una sola habitación de tierra, con un techo de delgadas láminas onduladas de hojalata. Estaba tan oscura que apenas se podía ver algo. La negrura lo cubría todo. En esa oscuridad nos encontramos con Michael, un hombre enfermo y que sufría. Tenía el estómago hinchado y nadie podía determinar la causa. No tenía dinero y dependía del apoyo del sacerdote local para sobrevivir. Confiaba en su comunidad para llevarlo a una clínica local para más exámenes. No tenía diagnóstico. No había electricidad. No había agua corriente. No había cama: pasaba sus días y noches recostado sobre pajas y hojas para amortiguar el piso de tierra. El techo de hojalata y la ausencia de ventanas, bajo el abrasador sol veraniego de Kenia, también significaban que apenas había aire para respirar.
Y, sin embargo, al entrar en esa casa, donde apenas se podía distinguir su silueta, los grandes e inolvidables ojos de Michael brillaban como dos faros llenos de esperanza.
Michael es solo una de las demasiadas personas que viven en Makuru, un conjunto de 30 barrios marginales en Nairobi, la capital de Kenia. Estos “asentamientos informales”, que cubren un área de cinco millas, albergan a más de 750,000 personas que viven en viviendas de una sola habitación apiladas unas sobre otras. Familias de cuatro, seis e incluso diez personas viven en cajas de hojalata con nada más que barro en el piso. Para las decenas de miles que dejaron sus hogares rurales huyendo de la pobreza y soñando con una vida mejor en “la gran ciudad”, un río de aguas residuales funciona como calle, invisible para los autos de Google Street View.
Michael, cuyos ojos llenos de esperanza no puedo olvidar, es solo uno de los rostros que encontré en mi viaje misionero a Kenia. Poco después de la experiencia opresiva de visitar a este hombre, fuimos a la parroquia de Saint Mary, ubicada también en uno de los “asentamientos informales” de Nairobi, pero en un hermoso oasis montañoso que me recordó el relato de la Transfiguración de Nuestro Señor. Sentí la amorosa presencia de Dios en cuanto puse un pie en esa parroquia para la Misa. Él estaba allí, entre su pueblo.
Un coro de ángeles cantaba y todos bailaban, alabando al Señor, acompañando al coro con esos hermosos sonidos africanos que imitaban a los pájaros. En un idioma que no comprendía, el significado era claro: “Dios, te amamos, por favor escucha nuestra oración.”
La vitalidad de esa congregación era contagiosa. A pesar del calor sofocante del sol de la tarde, todos vestían sus mejores ropas de domingo: camisas blancas impecables, corbatas, faldas hechas a mano y vestidos sencillos pero hermosos, tanto en niños de apenas año y medio como en ancianos de ochenta años. No podía evitar preguntarme cómo lograban mantener sus prendas impecablemente limpias en un pueblo sin electricidad ni agua corriente, mucho menos lavadora.
Nadie del grupo con el que viajaba entendía una palabra de suajili, el idioma usado durante las tres horas de Misa. Sin embargo, el amor por Dios de los fieles era palpable: lo alababan con cada movimiento y cada palabra. Mientras el coro —que representaba al menos un tercio de los presentes— cantaba himnos de alabanza, un grupo de jóvenes bailaba al ritmo de la música que ponía a todos a glorificar al Señor. Era fácil olvidar que esta increíble experiencia espiritual tenía lugar en una iglesia mal ventilada, sin ventiladores en el techo, y mucho menos aire acondicionado.
Y justo cuando pensé que la experiencia no podía ser más conmovedora, llegó el momento culminante: un niño, alzado sobre los hombros de un hombre mayor, portaba el Libro Sagrado y marchaba por el pasillo central de la iglesia. Esta procesión de la Palabra de Dios, visible desde todos los rincones de Saint Mary, decía claramente: “Dios está con nosotros en Su Palabra, escúchenla.”
Durante esta extraordinaria y hermosa Misa, no podía evitar sentirme como los grandes padres de la Iglesia, Moisés y Elías, cuando, en la Transfiguración, Jesús se les presentó como el Hijo de Dios. En esta iglesia parroquial de Kenia, sentí que las tres figuras estaban vivas, presentes y actuando.
El contraste entre estas dos experiencias —el sufrimiento, la impotencia y la aparente desesperanza de la situación de Michael, y la gloriosa esperanza, alegría y profunda fe vividas en la Misa de Saint Mary— plantea muchas preguntas. Es fácil entender cómo la Eucaristía puede ser una experiencia transformadora. Pero, aun así, me preguntaba cómo es posible que tantas personas en el mundo vivan en las condiciones de Michael. ¿Por qué no podemos solucionarlo? Y sí, incluso, “¿dónde está Dios en medio de tanto sufrimiento e injusticia?”
Tres de cada cinco católicos en el mundo viven en condiciones de necesidad: familias que apenas tienen una comida al día; sin agua para calmar la sed o asearse y, cuando la hay, deben caminar millas para obtenerla, y ni tú ni yo podríamos soportar beberla. Láminas de hojalata, tierra y cartón los protegen de los elementos, y los niños a menudo deben abandonar la escuela antes de aprender a leer y escribir.
Pero pude ver el reflejo de Dios en los ojos de Michael. Trabajé en la oficina de las Obras Misionales Pontificias de Filadelfia durante muchos años antes de embarcarme en este viaje misionero que cambió mi vida. Hasta ese momento, al igual que la patrona de las misiones, Santa Teresita de Lisieux, o la fundadora de la Obra de la Propagación de la Fe, la beata Paulina Jaricot, me moví a la acción al escuchar las historias de sacerdotes y religiosos misioneros que, ya sea por teléfono o visitando nuestra arquidiócesis, compartían sus vidas y ministerios conmigo.
Al escucharles, hice mía la misión de repetir sus voces, inspirar a otros a orar por las misiones y sacrificarse para ayudar a que otros proclamen el amor de Jesús por todos, como lo hicieron Santa Teresita y la beata Paulina, a pesar de nunca haber salido de su natal Francia.
En Nairobi pude tocar las llagas de Cristo y también experimentar su gloria redentora. La esperanza en los ojos de Michael, la alegría en la iglesia de Saint Mary, solo pueden explicarse como un regalo de Dios. Si esa alegría que irradiaban no fuera un don de Cristo, enraizado en el conocimiento de Su amor, no resistiría ni un minuto bajo ese sol abrasador.
Mi visita a Kenia cambió mi vida para siempre y me ayudó a comprender lo que significa cuando decimos que Dios nos llama a todos al servicio, aunque de diferentes maneras. Todos estamos llamados, por nuestro bautismo, a ser misioneros y a “ir y hacer discípulos de todas las naciones”, siendo testigos y dando testimonio de nuestra fe. Y cada uno está llamado a responder a este mandato de maneras distintas.
Como dice mi buena amiga y también directora de las Obras Misionales Pontificias, Maureen Heil, de Boston: “Unos dan yendo —otros van dando.” Y, a veces, ¡podemos ser ambas cosas!
Ningún ojo ha visto, ni oído ha escuchado, lo que Dios ha preparado para los que lo aman. Ningún corazón ni mente humana puede penetrar la mente de Dios. El Señor ha reservado grandes tesoros para cada mujer y cada hombre que persevera en la vida cristiana, que permanece fiel al plan de Dios. (Corintios)
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