Historias

La Misión es Amor: La Iglesia entre los Olvidados

9 oct, 05:00 a. m.
En las remotas tierras altas de Vietnam, el padre Tri Pham lleva el amor sanador de Cristo a una colonia de leprosos olvidada, a través de la Eucaristía, las sandalias y la solidaridad.

 

Por Margaret Murray e Ines San Martin

Para un pequeño pueblo en las tierras altas centrales de Vietnam, las 5 A.M. pueden ser la hora más ruidosa del día. Saltamontes que cantan a niveles ensordecedores, gallos que cacarean en los rincones más alejados de un grupo de casas de ladrillo y barro, y el ruido de más de 500 personas dirigiéndose por las calles de tierra hacia la humilde iglesia ubicada en el centro del pueblo. Algunos caminan, otros son cargados, y otros se desplazan en sillas de ruedas impulsadas a mano.

El sacerdote que se prepara para la Misa ha visitado el lugar innumerables veces, sabiendo que los fieles rara vez pueden celebrar los sacramentos cuando él está en su hogar en Florida. Habla vietnamita con algunos de los que aprendieron la lengua común, aunque sus familias y comunidades hablen uno de los 54 dialectos étnicos conocidos en la zona. Sin embargo, a pesar de no poder comunicarse verbalmente, todos comparten un idioma común: el amor.

Durante los últimos 20 años, el Padre Tri Pham ha regresado silenciosamente a este pequeño pueblo en Kon Tum, llevando alimentos, atención médica y, lo más importante: el amor de Dios en la Eucaristía. Pero este no es un pueblo ordinario: es una de las docenas de colonias de leprosos escondidas entre los campos de arroz y colinas de Vietnam.

El Llamado a un Nuevo Tipo de Sanación

Cuando era niño, el Padre Tri quería dedicarse a la radiología. Construyó una nueva vida en Estados Unidos sin pensar en el sacerdocio. “Nunca pensé que sería sacerdote,” dijo sonriendo. “Quería ser radiólogo. En lugar de leer radiografías, Dios me llamó a leer almas.”

Habiendo huido de Vietnam en 1979 con sus padres y once hermanos, mudarse a Estados Unidos significaba la oportunidad de un futuro más prometedor. Cruzaron el mar en pequeños botes de pesca durante más de tres días, siendo parte de los miles que se lanzaron al mar desesperados, esperando sobrevivir lo suficiente para encontrar la libertad. “Fuimos detenidos por piratas camboyanos,” recordó. “Nos quitaron el arroz y el agua, pero gracias a Dios no nos hicieron daño. Esa fue la protección de Dios.”

La vocación del Padre Tri al sacerdocio y al trabajo misionero comenzó en el Año Jubilar 2000, después de un viaje a Roma con su madre. La atmósfera espiritual, las multitudes de peregrinos y su reciente experiencia de ver la pobreza de cerca en Vietnam —todo contribuyó a abrir su corazón. “Fue entonces cuando escuché el llamado. Dios no quería que fuera un médico del cuerpo. Quería que fuera un médico del alma.”

Ese mismo año, incluso antes de comenzar el seminario, viajó a Vietnam y recorrió el país de norte a sur en auto. “Me llevó tres semanas. Vi mi país de nuevo —la pobreza, la necesidad. Y estaba claro. Dios me estaba llamando a servir.”

Tras la ordenación, su camino misionero se expandió más allá de las fronteras. “Comencé la Misión San José en mi corazón, silenciosamente, hace 20 años. Nombrada en honor al patrón de la iglesia, así que cada vez que hago misión, me dirijo a San José y le pregunto: ‘¿qué quieres que haga ahora?’”. Esta filosofía ha llevado al Padre Tri a Jamaica, Haití, Filipinas, Camboya, Vietnam, Tailandia y, más recientemente, Ucrania. “Donde haya sufrimiento, trato de ir.”

Se llama a sí mismo un “misionero móvil”: un sacerdote arraigado en una parroquia de EE. UU., pero siempre en movimiento para satisfacer las necesidades de los demás. “Algunos misioneros viven y mueren en un solo lugar. Mi vocación es diferente. Voy donde se me necesita, y llevo la Iglesia conmigo.”

Una Misión Silenciosa para los Olvidados

Años antes de que comenzara su ministerio, el Padre Tri hizo una promesa a sí mismo después de leer la parábola de Jesús sanando a los diez leprosos en el seminario: “Dije, si algún día veo leprosos, me dedicaré a ayudarlos. No sabía que sería en Vietnam durante todos esos años. Hasta que un día, estaba en Vietnam ayudando en un orfanato y un amigo sacerdote me llamó y me dijo: ‘Oye, necesito tu ayuda. ¿Puedes ir a Kon Tum para ayudar con los leprosos?’ y yo dije, ‘¿Qué? ¿Hay leprosos?’ Y al día siguiente, compré un boleto y fui a Kon Tum.”

En Vietnam, el compromiso más profundo del Padre Tri es con las personas olvidadas por la sociedad: aquellos que sufren de lepra en las tierras altas centrales cerca de Kon Tum.

A un día de camino de la clínica más cercana que brinda tratamiento vital para esta enfermedad degenerativa, muchas personas en este pequeño pueblo no reciben atención, a menudo sin siquiera saber que tienen la enfermedad hasta que el daño se hace evidente.

Dado que la zona está habitada mayormente por minorías étnicas que suelen estar desvinculadas de la sociedad y hablan su propio idioma, “tienen miedo de ir a la ciudad. Así que se esconden en el bosque, en las montañas, y no quieren bajar. Muchos ni siquiera saben que tienen lepra hasta que ven el cambio en su cuerpo. Muchos pierden dedos, pies o extremidades. El tratamiento está disponible —pero puede tardar de seis meses a un año. Y si vives en las montañas sin agua potable ni vivienda estable, es difícil mantener un régimen.”

Pero el Padre Tri no pierde la esperanza. En los primeros tres años que visitó Kon Tum, buscó acompañar a las personas y aprender de ellas. “Mis primeros tres años traté de entenderlos. No hablan muy bien vietnamita. Tienen su propio dialecto. Son un grupo étnico, uno de los 54 grupos étnicos en Vietnam. Así que pasé mis primeros tres años intentando comprender la situación.”

Priorizando el acompañamiento y la dignidad en su labor, la misión del Padre Tri en esta colonia tiene dos objetivos: financiar la formación médica de las hermanas de Kon Tum y un proyecto que llama “El Ministerio de las Sandalias”, creando miles de zapatos a medida para quienes sufren deformidades relacionadas con la lepra.

“Producimos más de 2,000 sandalias al año,” explicó. “El objetivo es doble: proteger sus pies para prevenir más lesiones y detener la propagación de la enfermedad. Si caminan descalzos y se cortan, y alguien toca esa herida, puede ser contagioso. Las sandalias traen seguridad —y dignidad.” Construidas a medida en un taller local cercano en Pleiku, los miembros de la comunidad reciben un nuevo par de sandalias cada trimestre para poder caminar por las calles sin temor a lesiones ni a propagar la enfermedad.

Colabora estrechamente con las Hermanas de la Medalla Milagrosa en Kon Tum, a quienes también ha ayudado a educar mediante becas. “El primer grupo se convirtió en técnicos en emergencias médicas. Una de ellas está a punto de convertirse en doctora —la primera doctora en su congregación. Dirigirá una clínica, y la Misión San José ayudará a financiarla.” Por primera vez en muchos años, el acceso a tratamiento médico puede ser una realidad para las personas de este pequeño pueblo.

Con una congregación de más de 100 hermanas viviendo en la diócesis, la Hermana Myriam, Superiora General de las Hermanas de la Medalla Milagrosa, dice que su fuente de esperanza proviene de las numerosas novicias que se unen a la orden con el apoyo de la Misión San José y que “esperamos llevar el amor de Dios a las personas que ayudamos y que ellas reciban Su amor de nosotros.”

Para el Padre Tri, apoyar a las hermanas en su trabajo y el Ministerio de las Sandalias es vital, pero no es la razón principal por la que sigue visitando la colonia cada año: “Lo que más necesitan no es solo medicina. Es dignidad. Es alguien que se siente con ellos, les vista las heridas, celebre la Misa —para recordarles que no están olvidados.”

La Eucaristía en las Tierras Altas

Justo cuando el sol comenzaba a asomarse entre los árboles y se cantaba el himno de salida, el Padre Tri, acompañado por las Obras Misionales Pontificias, inició la caminata silenciosa por el tranquilo pueblo hacia un momento clave de su visita: llevar la Eucaristía a dos personas confinadas en sus casas por su condición de lepra. Fue un momento que encarnó todo lo que representa el Domingo Mundial de las Misiones: la Iglesia llegando a los olvidados con la esperanza de Cristo.

“Lo que más me impacta”, dijo el Padre Tri, “es su hambre por la Eucaristía. El dinero es importante, pero no se compara con darles el Pan de Vida. Cuando celebro la Misa en estos pueblos, la gente se ilumina de alegría. Eso es lo que permanece en mí”.

Ser testigo del poderoso testimonio de fe y devoción a la Eucaristía en estas dos breves visitas a domicilio conmovió a muchos en el grupo hasta las lágrimas. La primera visita fue a una pareja de ancianos junto al orfanato: el hombre mayor recibió la Eucaristía en la lengua con lágrimas, con lo poco que le quedaba de sus manos presionadas en oración.

La segunda visita fue a una mujer anciana más alejada, en las afueras del pueblo. Al escuchar al Padre Tri acercarse con el Santísimo Sacramento, ella se arrastró por el pasillo de su casa sobre sus manos y rodillas para recibir a Jesús sobre una esterilla colocada en la sala. El silencio reverente solo fue interrumpido por el rezo del Padre Nuestro junto con ella en la puerta de su hogar.

Este hambre eucarístico, dice el Padre Tri, es el verdadero rostro de la Iglesia misionera.

La misión de la Iglesia Americana

Aunque el Padre Tri nació en Vietnam, siempre lo deja en claro: «Cuando voy a servir a los pobres, voy como sacerdote de Estados Unidos. Les digo: este es el amor de la Iglesia en Estados Unidos. Esta también es su familia».

De regreso en Port St. Lucie, Florida, el Padre Tri ha sido párroco de la parroquia Holy Family durante los últimos 8 años, acompañando a más de 3.100 familias de diversos orígenes. «Es una comunidad diversa. Tenemos comunidades hispanas, haitianas, italianas, polacas y filipinas que cada mes celebran una misa en su propio idioma».

Cuando comenzó su vocación al sacerdocio, lo que lo llamaba era la vida de párroco: «Nunca había pensado en ser misionero cuando entré al seminario, yo solo quería ser un párroco sirviendo al pueblo de Dios día tras día».

Sin embargo, aunque dedica sus vacaciones de verano cada año a los pobres, el Padre Tri siempre involucra a sus feligreses en su misión.

«Ellos saben a dónde voy. Algunos me han acompañado en los viajes. Otros hacen colectas. Otros rezan. Yo les digo: si no pueden dar, den sus oraciones. Sus oraciones son poderosas».

Ve su papel como formar discípulos misioneros (tanto en el extranjero como en casa) y a sí mismo como un generoso colaborador de las Obras Misionales Pontificias.

«No todos pueden ir. Pero todos pueden ser misioneros. Si tú das dos centavos, y alguien más da dos centavos, yo los recojo y los llevo a los pobres. La gente no espera millones. Solo quiere sentirse amada».

Para el Padre Tri, el amor es el único lenguaje verdadero de la misión.
«Si no tienes amor, no puedes ser misionero. No vamos a arreglar a las personas. Vamos a recordarles que no están solas».

Y espera que los católicos vietnamitas —especialmente en la diáspora— sigan ampliando su sentido de misión.  «Algunos grupos solo quieren ayudar a Vietnam. Pero la Iglesia es universal. Estamos llamados a amar a todo el Pueblo de Dios. Eso es lo que significa ser católico. No se trata de fronteras. Se trata de comunión».

Mientras la Iglesia se prepara para celebrar el Domingo Mundial de las Misiones el 19 de octubre, el Padre Tri ofrece un testimonio vivo del tema de este año: Misioneros de la esperanza entre los pueblos.

Su historia no trata solo de medicinas o de pobreza. Se trata de un amor que cruza océanos, de una alegría que camina descalza y de una esperanza que lleva la Eucaristía a los olvidados.

«No somos misioneros solo para construir cosas —dijo—. Estamos allí para recordar a la gente que la Iglesia los ve, que Cristo está con ellos y que son parte de un solo Cuerpo».



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