Ya próximos a finalizar el año litúrgico, la palabra de Dios en las lecturas de este domingo nos invita a dirigir nuestra mirada a las “cosas últimas” de la historia. En este contexto, surgen del evangelio tres frases claves sobre las que es conveniente profundizar el mensaje de Cristo a todos sus discípulos misioneros del mundo, los de ayer y los del hoy.
Lo que Jesús dice sobre el templo de Jerusalén, «de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos», sonaba como una profecía y al mismo tiempo como una advertencia: «llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida». Se trata, en efecto, de la predicción de la destrucción total del templo, ocurrida en el 70 dC por manos romanas. Sin embargo, más que una simple profecía, las palabras de Jesús en realidad servían como una señal de alarma para reflexionar sobre los días del final, que se verificarían en la historia. Como si Jesús quisiera llamar la atención de todos, especialmente de sus discípulos: «¡Atención! Existe un final para todo en el mundo, aún más, el mundo tendrá un final». Todo pasa, como afirma San Pablo: «la representación de este mundo se termina» (1Cor 7,31). Toda sabiduría, por más espléndida o aparentemente duradera, pasará al final de los tiempos.
Además, con la expresión «llegarán días», el tono de Jesús, así como la enseñanza que se sigue, rescata el lenguaje típico de los profetas del Antiguo Testamento acerca del juicio final del Señor, que hemos encontrado en el libro del profeta Malaquías: «He aquí que llega el día, ardiente como un horno». El final trágico del templo de Jerusalén termina siendo la imagen emblemática del tiempo final de la historia de la humanidad. Hay que subrayar que la frase de Jesús al respecto no es una profecía aislada, sino la continuación de varios pronunciamientos sobre la suerte de Jerusalén. En particular, casi inmediatamente antes de este episodio, Jesús había llorado al ver la ciudad de Dios, diciendo estas conmovedoras palabras: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita» (Lc 19,42-44). Detrás de la destrucción se encuentra el rechazo de “lo que conduce a la paz” y la incapacidad de reconocer “el tiempo” de la visita del Señor. En esta óptica, la verdad sobre Jerusalén será también una advertencia que la palabra de Dios deja a cada creyente en vistas a un discernimiento sabio, para acoger a Dios en el tiempo oportuno, sobre todo cuando se acerca el final.
Delante de la curiosidad de muchos sobre el “cuando” acontecerá la destrucción de Jerusalén y “cuál signo” la antecederá, el Maestro de Nazaret no explicita detalles concretos, solo ofrece indicaciones generales invitando a un discernimiento particularmente atento: «Mirad que nadie os engañe». En la descripción de los fenómenos y de las desgracias antes del final de los tiempos y, simbólicamente, del mundo, el lenguaje y las imágenes retoman aquellas usadas por los profetas veterotestamentarios. No en balde nos parece escuchar las crónicas de nuestros días con las noticias «de guerras y de revoluciones», «pueblo contra pueblo y reino contra reino», «terremotos y, en diversos países, ¡hambres y pestes!». Por eso, nos encontramos siempre en los tiempos del fin y al final de los tiempos. Por eso, se mantienen siempre válidos los consejos concretos de Jesús a los suyos para tener un buen discernimiento y un buen actuar: «no vayáis tras ellos», detrás de los falsos autoproclamados mesías-salvadores y «no tengáis pánico». Aquí se recuerda la exhortación conmovedora del mismo Cristo a los discípulos en el cenáculo, antes de su partida: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí» (Jn 14,1). La fuerza y la calma sabia de los discípulos en los tiempos de guerra y de conflicto estarán bien ancladas gracias a la fe, entendida también como confianza, en Dios y en Cristo. Aún más, como Jesús enfatiza al final de su discurso: «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas». Es la perseverancia en la fe lo que salva.
Finalmente, hablando con un lenguaje profético de las situaciones turbulentas, Jesús subraya la realidad de la persecución de sus discípulos por parte de los potentes del mundo y alude una vez más a la vocación/misión que tienen que testimoniar en cada circunstancia. El contexto de esta enseñanza indica que el testimonio de los cristianos significa responder a “reyes y gobernadores” en los tribunales, explicando y defendiendo su fe en Cristo. Se trata de dar razón de la esperanza que tenemos, así como Cristo pidió y que reafirma la exhortación de la carta de Pedro: «Pero si, además, tuvierais que sufrir por causa de la justicia, bienaventurados vosotros. Ahora bien, no les tengáis miedo ni os amedrentéis. Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1Pe 3,14-15). San Pedro continua con una recomendación práctica, importante para todos los tiempos: «pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo» (1Pd 3,16).
A propósito de este testimonio de los discípulos de su maestro y Señor, encontramos la “extraña” recomendación de «no tenéis que preparar vuestra defensa», que hace eco a las palabras precedentes de Jesús en el evangelio de Lucas, cuando exhorta a sus discípulos a tener el coraje de “reconocerlo” delante de los hombres: «Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué razones os defenderéis o de lo que vais a decir» (Lc 12,11). Jesús explicó también la razón de este consejo: «porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir» (Lc 12,12). Esta enseñanza se encuentra también en el evangelio de Mateo, cuando mandó a sus discípulos a misionar y anunciar el Reino de Dios (cf. Mt 10,19-20).
Comparando estos textos paralelos, emergen dos puntos importantes. El primero es que todos los cristianos están llamados a testimoniar a Cristo delante de los hombres, especialmente en momentos de turbulencia y persecución. La vocación de anunciar a Cristo y su evangelio no es un compromiso para pocos, sino un privilegio de todos. Todo cristiano, como insiste el Papa Francisco, es al mismo tiempo discípulo y misionero. Segundo, al dar testimonio de Jesús, los discípulos-misioneros serán acompañados por Él y por el Espíritu Santo, que es el “Espíritu del Padre” y el “Espíritu de Jesús”. Por lo tanto, hay que notar que, de un lado, se ofrece el sostén directo de Jesús a sus discípulos («yo [Jesús] os daré palabras y sabiduría»), y, del otro, la acción del Espíritu en ellos «en aquel momento». Por esto, para dar testimonio de Cristo, es necesaria una preparación “divino-espiritual”: estar siempre en comunión con Jesús y su Espíritu. De allí la insistencia de Jesús a los discípulos que manda por el mundo: «permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. […] No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,4.16).
Terminamos con, la así conocida, Oración Simple, atribuida a San Francisco de Asís, porque expresa su espíritu de discípulo-misionero en el testimonio de Cristo y de su evangelio de amor y de paz en el tiempo de guerras, divisiones y odio:
Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:
donde haya odio, ponga yo amor,
donde haya ofensa, ponga yo perdón,
donde haya discordia, ponga yo unión,
donde haya error, ponga yo verdad,
donde haya duda, ponga yo la fe,
donde haya desesperación, ponga yo esperanza,
donde haya tinieblas, ponga yo luz,
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
Oh Maestro, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar,
ser comprendido como comprender,
ser amado como amar.
Porque dando se recibe,
olvidando se encuentra,
perdonando se es perdonado,
y muriendo se resucita a la vida eterna.
Amen.
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