En esta noche santa, cuando la Iglesia vela por la Natividad del Señor, deseo a usted y a su familia la paz, la alegría y la gracia que brotan del misterio de Dios hecho visible en el Niño de Belén. La Navidad revela que la respuesta de Dios a las necesidades, preguntas y anhelos de hombres y mujeres, de niños y niñas, no es una idea ni un mensaje, sino una Persona: Jesús, el Verbo que se hace carne y habita entre nosotros.
Al prepararnos para acercarnos al altar en la Misa de Navidad, reconocemos que ese mismo Jesús colocado en el pesebre viene a nosotros en la Eucaristía: simplemente se presenta de un modo distinto (¡y ahora ha resucitado de entre los muertos!). Dios-con-nosotros, por su promesa, permanece de manera maravillosa entre nosotros. La Navidad nos enseña no solo quién es Dios, sino cuán cerca desea estar, compartiendo nuestra condición para que nosotros podamos compartir la suya.
El Evangelio que escucharemos esta noche nos introduce en la humildad de Belén. María y José acogen al Niño con confianza; los pastores se apresuran en la oscuridad para encontrarse con Él; y los ángeles llenan el cielo de alabanzas. Cada una de estas respuestas se convierte en modelo para la nuestra. La Navidad nos llama a acoger a Cristo con una fe renovada, a acercarnos a Él para adorarlo con gratitud y alegría, y a permitir que nuestras vidas se conviertan en una proclamación de su presencia.
Esta noche también nos recuerda que los primeros en recibir la Buena Noticia fueron personas que vivían en los márgenes: pastores pobres, ignorados y a menudo despreciados. Es apropiado que la Iglesia, en esta fiesta, dirija su mirada a quienes en todo el mundo han acogido a Cristo en lugares marcados por la pobreza material, el desplazamiento, la persecución y la dificultad. En los territorios de misión, la luz de Belén brilla con fuerza a través de comunidades que se reúnen en capillas sencillas, en campos o en casas abarrotadas, celebrando la asombrosa verdad de que Dios se ha acercado.
Como Director Nacional de las Obras Misionales Pontificias, tengo el privilegio de escuchar a los misioneros que llevan la “buena noticia de una gran alegría para todos los pueblos” a regiones donde la Iglesia es joven, pobre o perseguida. Su testimonio encarna las palabras del profeta Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz”. Su labor lleva la luz de Cristo allí donde aún no ha sido anunciada.
Esta noche, tengan la certeza de mis oraciones por ustedes y sus seres queridos mientras me acerco al altar y sostengo a Jesús en mis manos. Los invito a unirse a mí en oración por todos los que acogerán a Cristo en lugares difíciles o remotos, y por todos aquellos que aún están encontrándose con el Evangelio por primera vez. ¡Que la luz que brilla en Belén irradie en su hogar y en todo lugar donde Cristo quiera la máxima gloria de Dios y la paz!
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