El Evangelio de la Sagrada Familia nos presenta una escena marcada por el peligro, la huida y la incertidumbre. José, María y Jesús no viven una fe “protegida”, sino una fe puesta a prueba por la historia. Sin embargo, es precisamente en esta fragilidad donde se revela el rostro misionero de la familia de Nazaret: una familia llamada no a preservar, sino a custodiar y entregar el don de Dios a la humanidad. La misión no nace de la seguridad, sino de la escucha; no de la fortaleza, sino de la confianza. La Sagrada Familia se convierte así en un icono de toda familia cristiana, enviada al mundo como lugar vivo del Evangelio.
La figura de José emerge en el Evangelio como quien hace posible la misión de Dios mediante la obediencia concreta. Es él quien recibe la palabra del ángel, es él quien discierne, es él quien actúa. La obediencia de José nunca es abstracta: se traduce en decisiones inmediatas, exigentes y arriesgadas. «Se levantó de noche y tomó al niño y a su madre» (Mt 2,14). La noche significa la oscuridad de la incertidumbre, pero también el tiempo de la fe pura, cuando uno no lo ve todo y confía.
José no pide explicaciones, no busca confirmación, no posterga. Su misión consiste en ser instrumento para que el plan de Dios continúe en la historia. Acepta cambiar de país, de trabajo y de identidad social. Se convierte en refugiado para salvar a su Hijo. En este sentido, José es el primer «misionero de la encarnación»: defiende la presencia de Dios en el mundo con su fidelidad diaria. De hecho, obedeciendo al misterioso plan divino, llevó a Jesús el Salvador a Egipto, a la tierra lejana, anticipándose a los viajes misioneros que emprenderían posteriormente los discípulos de Cristo, en la época de los Hechos de los Apóstoles, hasta los confines de la tierra.
Hoy, José habla a cada padre, a cada líder, a cada creyente llamado a proteger la vida y la fe de los demás. La misión a menudo se logra mediante decisiones silenciosas, tomadas en el secreto de la conciencia, donde la obediencia a Dios antepone el consenso, la seguridad y el éxito.
María vive su misión no dirigiendo los acontecimientos, sino habitando plenamente lo que sucede. En el relato evangélico, no pronuncia palabras, pero su presencia es esencial. Acompaña a su Hijo en su precariedad, comparte su exilio, acepta una vida marcada por el miedo y la pobreza. Su misión se basa enteramente en la disponibilidad total al plan de Dios, que comenzó con su «aquí estoy» y su «fiat».
María es misionera porque genera y protege la vida. En el silencio, en el afán de la vida diaria, en la reclusión de Nazaret, sigue creyendo que Dios está obrando. Su servicio es humilde porque no busca visibilidad; es silencioso porque se apoya en el Espíritu más que en las palabras. De esta manera, María demuestra que la misión no se trata solo de partir lejos, sino de permanecer fieles dondequiera que Dios nos haya puesto.
Su figura ilumina la misión de tantas madres, tantas mujeres, tantas creyentes que evangelizan con el cuidado, la paciencia y la capacidad de sufrir sin perder la esperanza. María nos enseña que el mundo también se salva mediante el amor oculto, el amor que no aparece en los titulares, sino que sostiene la vida.
Jesús es el corazón de la misión de la Sagrada Familia y, al mismo tiempo, ya es misionero desde el comienzo de su existencia. Aún no proclama el Reino con palabras, sino con su propia vida. El Hijo de Dios entra en la historia del lado de los perseguidos, los exiliados, los amenazados. Egipto, lugar de esclavitud para Israel, se convierte en el primer refugio del Salvador, de hecho, su primer «territorio de misión», lejos de su patria. En su persona se cumple ahora la Palabra: «De Egipto llamé a mi hijo». Ahora se identifica con todo el pueblo esclavizado por el pecado y camina con él en un nuevo éxodo de la historia, el último, hacia la tierra prometida de la felicidad eterna con Dios.
En Jesús, se cumple la historia de un Dios que salva no desde arriba, sino desde la condición humana. Su misión es compartir plenamente nuestra fragilidad, arriesgarse en el amor, dejarse confiar en las manos de una familia pobre y vulnerable. Nazaret, un lugar insignificante, se convierte en el espacio donde el Hijo se vuelve sumiso (cf. Lc 2,51), aprendiendo la obediencia y el trabajo, y observando la santa tradición de su pueblo transmitida en la Sagrada Escritura.
Esto nos dice que la misión del Hijo no es poder, sino don; no dominio, sino proximidad, para compartir el amor divino con todos a lo largo del camino. Toda familia cristiana se convierte en misionera cuando permite que Jesús viva en su propia historia, transformando incluso las heridas y los miedos en fuente de salvación.
En conclusión, la Sagrada Familia es verdaderamente una familia en misión porque experimenta la misión de Dios en medio de la frágil normalidad de la vida. José obedece, María sirve, Jesús comparte. Así, el hogar de Nazaret se convierte en el primer espacio misionero de la historia. También hoy, cada familia que escucha a Dios, abraza la vida y camina con confianza se convierte en signo del Evangelio en el mundo. Que así sea. Amén.
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