Eminencia, Excelencias,
Secretarios Generales, Directores Nacionales y Personal
de las Obras Misionales Pontificias,
Queridos hermanos y hermanas:
Les doy una cordial bienvenida a todos ustedes, que han venido de más de ciento veinte países para participar en la Asamblea General anual de las Obras Misionales Pontificias. Comienzo expresándoles mi gratitud a ustedes y a sus colaboradores por su servicio abnegado, que es indispensable para la misión evangelizadora de la Iglesia, como puedo atestiguar personalmente por mis años de ministerio pastoral en el Perú.
Las Obras Misionales Pontificias son, de hecho, el “medio principal” para despertar la responsabilidad misionera entre todos los bautizados y apoyar a las comunidades eclesiales en las zonas donde la Iglesia es joven (cf. Decreto Ad Gentes, 38). Lo vemos en la Obra de la Propagación de la Fe, que brinda ayuda para programas pastorales y catequéticos, la construcción de nuevas iglesias, necesidades sanitarias y educativas en los territorios de misión. También la Obra de la Santa Infancia ofrece apoyo a programas de formación cristiana para niños, además de atender sus necesidades básicas y protección. Del mismo modo, la Obra de San Pedro Apóstol contribuye al cultivo de vocaciones misioneras, tanto sacerdotales como religiosas, mientras que la Unión Misional se dedica a formar a sacerdotes, religiosos y religiosas, y a todo el Pueblo de Dios para la obra misionera de la Iglesia.
La promoción del celo apostólico entre el Pueblo de Dios sigue siendo un aspecto esencial de la renovación de la Iglesia tal como la vislumbró el Concilio Vaticano II, y es aún más urgente en nuestros días. Nuestro mundo, herido por la guerra, la violencia y la injusticia, necesita oír el mensaje del amor de Dios y experimentar el poder reconciliador de la gracia de Cristo. En este sentido, la Iglesia misma, en todos sus miembros, está cada vez más llamada a ser “una Iglesia misionera que abre los brazos al mundo, proclama la Palabra... y se convierte en levadura de armonía para la humanidad” (Homilía, Misa por el inicio del Pontificado, 18 de mayo de 2025). Debemos llevar a todos los pueblos, en verdad a todas las criaturas, la promesa evangélica de una paz verdadera y duradera, que es posible porque, en palabras del Papa Francisco, “el Señor ha vencido al mundo y su conflicto constante ‘haciendo la paz por la sangre de su cruz’” (Evangelii Gaudium, 229).
De ahí la importancia de fomentar un espíritu de discipulado misionero en todos los bautizados y un sentido de urgencia por llevar a Cristo a todas las personas. En este sentido, deseo agradecerles a ustedes y a sus colaboradores por sus esfuerzos anuales en la promoción de la Jornada Mundial de las Misiones, que se celebra el penúltimo domingo de octubre, lo cual es de gran ayuda para mí en mi solicitud por las Iglesias bajo el cuidado del Dicasterio para la Evangelización.
Hoy, como en los días posteriores a Pentecostés, la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, sigue su camino por la historia con confianza, alegría y valentía al proclamar el nombre de Jesús y la salvación que nace de la fe en la verdad salvadora del Evangelio. Las Obras Misionales Pontificias son una parte importante de este gran esfuerzo. En su labor de coordinación de la formación misionera y de animación del espíritu misionero a nivel local, les pido a los Directores Nacionales que den prioridad a la visita a diócesis, parroquias y comunidades, y que, de este modo, ayuden a los fieles a reconocer la importancia fundamental de las misiones y a apoyar a nuestros hermanos y hermanas en aquellas zonas del mundo donde la Iglesia es joven y está en crecimiento.
Antes de concluir nuestro encuentro de hoy, quisiera reflexionar con ustedes sobre dos elementos distintivos de su identidad como Obras Misionales Pontificias, a saber, la comunión y la universalidad. Como Sociedades comprometidas con el mandato misionero del Papa y del Colegio de los Obispos, están llamados a cultivar y promover entre sus miembros la visión de la Iglesia como comunión de creyentes, vivificada por el Espíritu Santo, quien nos permite entrar en la comunión perfecta y armoniosa de la Santísima Trinidad. De hecho, es en la Trinidad donde todas las cosas encuentran su unidad. Esta dimensión de nuestra vida y misión cristiana está muy cerca de mi corazón, y se refleja en las palabras de san Agustín que elegí para mi servicio episcopal y para mi ministerio papal: In Illo uno unum. Cristo es nuestro Salvador y en Él somos uno, una familia de Dios, más allá de la rica diversidad de nuestras lenguas, culturas y experiencias.
La apreciación de nuestra comunión como miembros del Cuerpo de Cristo naturalmente nos abre a la dimensión universal de la misión evangelizadora de la Iglesia, e inspira a trascender los límites de nuestras parroquias, diócesis y naciones, para compartir con todas las naciones y pueblos la riqueza sobreabundante del conocimiento del Señor Jesús (cf. Flp 3,8).
Un renovado enfoque en la unidad y universalidad de la Iglesia responde precisamente al carisma auténtico de las Obras Misionales Pontificias. Por lo tanto, debe inspirar el proceso de renovación de los estatutos que ustedes han iniciado. En este sentido, expreso mi confianza en que este proceso confirmará a los miembros de las Sociedades en todo el mundo en su vocación de ser levadura de celo misionero dentro del Pueblo de Dios.
Queridos amigos, nuestra celebración de este Año Santo nos desafía a todos a ser “peregrinos de esperanza.” Retomando las palabras que el Papa Francisco eligió como lema para la Jornada Mundial de las Misiones de este año, quisiera concluir animándolos a seguir siendo “misioneros de esperanza entre todos los pueblos.” Encomendándolos a ustedes, a sus benefactores y a todos los vinculados a su importante labor a la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, les imparto cordialmente mi Bendición Apostólica como prenda de gozo y paz duraderos en el Señor.
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